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Ser iglesia para los demás


Había una mujer devota y llena de amor a Dios, que solía ir a la iglesia todas las mañanas, y por el camino casi siempre la acosaban los niños y los mendigos, pero ella iba tan concentrada en sus devociones que ni siquiera los veía.
Un día, llegó a la iglesia en el preciso momento en que iba a empezar el culto. Empujó la puerta, pero ésta no se abrió. Volvió a empujar, esta vez con más fuerza, y comprobó que la puerta estaba cerrada con llave. “Algo extraño ha pasado este día”, pensó, afligida por no haber podido asistir al culto por primera vez en muchos años, y no sabiendo qué hacer, miró hacia arriba, y justo ante sus ojos, vio una nota clavada en la puerta. La nota venía de parte de Dios y decía: “Estoy ahí afuera”.

“La iglesia sólo es iglesia cuando existe para los demás”, dijo Dietrich Bonhoeffer. A este mártir contemporáneo le preocupaba la iglesia, en especial, su incapacidad para salir de sí misma y entregarse a los demás. Según él, existía mucho ardor para defender la causa de la iglesia, pero poca fe para afrontar los desafíos del mundo. Ser iglesia para los demás contrasta con ser iglesia para sí misma. El dilema es cumplir con el llamado o encerrarse para atender sus necesidades internas. Ser o no ser diría Shakerpeare.

El modelo de Cristo para su iglesia es el de un pueblo peregrino cuyo campo de misión es el mundo, su causa es el reino y su distintivo el servicio a los demás. Jesús mismo se presenta como paradigma de nuestro rol en el mundo. Las páginas del Nuevo Testamento presentan con claridad aquello de que la iglesia es iglesia cuando existe para los demás. Jesús llama a sus discípulos “sal de la tierra” y “luz del mundo”, y agrega un desafío: “Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos puedan ver las buenas obras de ustedes y alaben al Padre que está en el cielo” (Mt. 5:16).

Es tiempo de desarrollar la capacidad de autoexaminarnos críticamente y preguntarnos por nuestra razón de ser y nuestra agenda de trabajo. El teólogo latinoamericano Harold Segura propone la necesidad de reinterpretar en primer lugar, la identidad de la iglesia. Cree que es tan incorrecto identificar a la iglesia con el Reino como con el mundo, porque conduciría a una iglesia idealista y abstracta, desconectada de la historia real o llevaría a ser una iglesia secular y mundana. La iglesia es instrumento del reino y está para servir su causa, nunca para ocupar su lugar, afirma.

En cuanto al rol del Espíritu Santo sostiene que la interpretación más popular hace que los creyentes nos alejemos de los asuntos del mundo y pongamos nuestra esperanza en el más allá. Pero ser iglesia para los demás exige que rompamos con el cascarón de nuestra piedad intimista para abrirnos al mundo que ha sido creado por Dios. El Espíritu Santo está llamado a moverse también en las dimensiones sociales y materiales de la vida. Es el creador que da la vida, la protege y la redime.

El último aspecto que deberíamos incluir en la reinterpretación es en cuanto a la misión de la iglesia. Hemos asumido la misión en términos de evangelización y proclamar a Cristo como salvador. Este énfasis ha reducido el rol de la iglesia a su mínima expresión, convirtiendo cualquier servicio en mera estrategia evangelizadora perdiendo el sentido soberano de la gracia de Dios. La misión es integral y comprende múltiples dimensiones con las cuales nuestras iglesias siguen estando en deuda. Temas como la responsabilidad social, la reconciliación responsable, la promoción de la vida, la defensa de los derechos humanos y las obras de misericordia también son parte de la agenda de la iglesia.

Todo cuanto se hace en el nombre de Jesús es misión y toda misión es participación en la misión de Jesús. Servicio y misión van de la mano. La iglesia vive de su misión. Allí donde vive la iglesia, debe preguntarse si está al servicio de esa misión o es fin en sí misma.

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